Queque melancólico


Antes de relegar mis dedos sobre el teclado, me he sentado delante de este postre que les presento hoy. Una mano sostenía el peso de la cabeza mientras el codo se insertaba sobre la tibia manta blanca de la mesa. Contemplaba el plato y no obtuve placer por devorar, al menos, un trozo. Es normal. En muchas ocasiones de mi vida me he visto reencarnado en el pequeño Fanis. Un niño de ocho años que, de repente, comienza bajo la lumbre de la blanquecina luna cobijada tras frágiles nubes transeúntes, a fusionar sabores, encandecer colores bajo la dorada luz de los fogones. Exhausto, se tendía y sus padres se preguntaban quién sería el extraño ente que, en las horas de Morfeo, les brindaba un banquete de gala. Quien haya visto la película "Un toque de Canela" -del cual hablaré en otra ocasión- sabrá cuál fue el motivo de su insomnio y de su afán por abrigarse en el placer de la gastronomía (palabra que, en griego, viene de astronomía). Quizás la razón por el cual, en ocasiones, me cobije en la cocina y elabore  platos que después serán legados a mi padre, sea la misma. No lo sé. Pero a veces se me resbalan en el suspiro esa sentencia que bien definió Julio Llamazares en una recopilación de sus cuentos: tanta pasión para nada. Ciertos platos también reflejan nuestro ser y nuestro ánimo y creo que ningún sibarita o gourmand podría hallarlos en sus epistedomológicas clasificaciones esnobistas. En mi caso, la nostalgia fue el cobijo de mi tristeza. Pero bueno, dejemos al lado esta flaqueza y les brindo a probar este postre, un queque otoñal en cuyas entrañas que se albergan bajo una tez de chocolate, la canela se funde con frutos secos y pasas sultaninas para animar el alma. Y no crean que me haya salido mal de gusto (aunque también es cierto que no lo he probado) porque, a fin de cuentas, la belleza y los sabores más lúdicos se pueden encontrar incluso tras la mirada más melancólica que pueda pintar hoy. 


Nivel: Para personas de todo estado de ánimo y pasión. No se requiere visado ni pasaporte. 

Ingredientes: 

  • 1 vaso de aceite de oliva virgen extra
  • 1 vaso de azúcar
  • 6 cucharadas de harina
  • 1 paquete de levadura
  • 4 huevos
  • 1 chorrito de leche
  • un puñado de nueces (según gusto)
  • un puñado de pasas sultaninas (según gusto)
  • 1 paquete de chocolate para repostería 



Elaboración: 

Como se habrán fijado, las medidas de los ingredientes son algo rudimentarias, alguien osará decir que hasta banales, pero esta razón se explica por una simple manera: es mi memoria. Mi abuela, tenía la gran capacidad de retener muchas recetas de esta manera y, vía los gestos y la palabra, yo también los retengo así (aunque no para todos los platos, se entiende). Si se dan cuenta, se podría incluso hacer todo un estudio sociológico a partir de esta receta sobre la sociedad de la segunda mitad del siglo XX que habitó España, en un país mutilado, pobre, harapiento. Pero no es esa ahora mi intención de aburrirles, y menos con el silencio que tan solo puede aislar las melancólicas y dramáticas canciones del cantante turco Kazim Koyunçu. 


Es así que, en un bol, vertemos con parsimonia un vaso de aceite y otro de azúcar. Seguidamente separamos las yemas de las claras y vertemos las doradas perfecciones geométricas en el bol. Las claras, depositadas en otra fuente, se baten ahora a punto de nieve. Si poseen una batidora eléctrica mejor que mejor y agiten las claras hasta obtener un milagro esponjoso y compacto (el truco está en darle la vuelta y ver que no se derrama nada). Ahora mezclamos bien el azúcar, el aceite y las claras hasta obtener una masa uniforme. A continuación vamos añadiendo, cuchara a cuchara, la masa blanca bajo los paños amarillentos, con sumo cuidado y removiendo poco a poco, con paciencia. Así se obtiene una masa, como verán bien suave. Ahora, y en un bol aparte, mezclamos las 6 cucharadas de harina con la levadura. Una vez bien fusionado lo vamos añadiendo poco a poco a la masa sin dejar de remover. 
Mi abuela me susurró -de la manera que saben hacer pocas personas, es decir, haciéndote cosquillas- que un secreto es añadirle, una vez todo bien removido, un chorrito de leche.  Y ya, por último, mi toque personal que es rociarles, con una tibia sonrisa, unos suspiros de canela, una lluvia de nueces y otra de pasas. Mezclamos todo en un oleaje en remanso. Por último precalentamos el horno a 180º grados y enfrascamos nuestra masa en un molde alargado, apto para queques. Abrimos el horno y un aire sofocante nos insta a semisepultar nuestras pupilas. Deslizamos la bandeja y esperamos 40 minutos, ni más ni menos. Cuando era chico, me solía sentar sobre el pollo y relamía con el dedo el resto de la masa mientras mi abuela limpiaba los cacharros. Una sonrisa. ¿A que está rico? ¡Pero no me lo limpies tanto! Ahora, donde tan solo me hallo yo, me sitúo con una sonrisa cabizbajo y me chupo el placer. Tengo esa manía de lamerme el dedo antes de fregar y esperar que se eleve el queque. 

Antes, además, me solía sentar en el suelo con los pies cruzados y las manos aguantando la cabeza, frente al horno. contemplando cómo se hacía el queque. Hoy, suelo sentarme y cruzar los pies, fumar o leer, mirar al vacío. Pero una vez que miro de reojo al reloj y veo que la hora se avecina, suelo todavía agarrar un palillo y comprobar que está hecho. No antes se debe abrir el horno.

Una vez listo lo dejamos enfriar durante una hora. Lo desmoldamos y, al baño maría, calentamos el bolso de chocolate. Quien no lo halle en el supermercado lo puede hacer a la vieja usanza, es decir, al baño maría y con una tableta de chocolate hecho para fundir. Una vez que el chocolate está blando, lo rociamos con parsimonia sobre el queque y esperamos a que se seque. Y entonces, cuando apetezca comer, escuchen como cruje el chocolate antes de sentir la blandura del tiempo, los sabores que abrigan un bocado de memoria. 

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